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El virus que llevo dentro: reflexión de un paciente

Y usted, ¿cree en el destino? Ya sea fruto del azar, de la representación apocalíptica de alguna escritura religiosa o, simplemente, un aviso de que la historia es cíclica y que en, algunas ocasiones, se producen desastres naturales o llegan epidemias, la realidad es que estamos atravesando un momento crítico y lo único objetivo, por encima de creencias, es que llevamos más de una semana abocados al confinamiento.

Etimológicamente, la palabra cuarentena, que tantas veces hemos dicho y oído en los últimos días, hacía referencia en el latín a un periodo de cuarenta días. No sabemos si llegaremos a ese extremo, si el paréntesis será más breve o si se extenderá aún más. Qué más da. Las especulaciones quizás solo sirvan para crearnos un poco más de ansiedad en un momento, dicho sea de paso, que puede ser ideal para rebajar ese trastorno.

En esta era de las redes sociales, del reinado del mundo virtual, nos han bastado unas pocas jornadas recluidos en nuestras casas para echar de menos el contacto humano. Vaya paradoja. Una videollamada, un mensaje de WhatsApp, una foto en Instagram…Todo parece un consuelo menor ante el alejamiento forzado de los nuestros. Eso por no hablar de los que ven, desde la distancia que recomiendan los médicos, cómo algún familiar se debate entre la vida y la muerte por esta pandemia.

Sin llegar a esos episodios tan tristes, lo que sí tenemos todos en común es que este confinamiento nos llevará a hacernos una radiografía de nosotros mismos. Tenemos más tiempo que nunca para bajar las revoluciones, detener el motor y pararnos a pensar si el camino por el que vamos es el correcto, o, al menos, por el que deseamos ir. Nuestras vidas rutinarias, repetidas prácticamente en bucle, como si fuera el Día de la Marmota, nos impiden mirar hacia dentro, repasar las emociones que nos invaden.

Sí, este ‘break’ nos está poniendo frente al espejo y nos va a someter a una dura prueba, no solo como especie, sino en el plano individual. Este que escribe, sin ir más lejos, afronta cada día con una incertidumbre inquietante. Vivir solo, lidiar con las ideas depresivas y no volverse aún más loco en el intento de superarlo. Ese es mi reto. La guinda de este amargo pastel ha llegado en forma de ERTE empresarial que provocará, a corto plazo, romper con una de las pocas fuentes de evasión con las que contaba. Tanto tiempo quejándonos de nuestras condiciones laborales y cuando ese pilar se mueve parece que todo el edificio se va a derrumbar.

Por todo eso, cada día, a las 8 de la tarde, salgo al balcón, para aplaudir a todos esos héroes anónimos que ganan batallas en hospitales, supermercados o farmacias. Pero, aunque suene egoísta, también lo hago por mí y por todos/as aquellos/as para los que llegar al término de esa jornada es una pequeña victoria. Porque, sin ánimo de caer en la frivolidad, la depresión también es un virus, uno que llevo dentro desde hace años y para el que aún no he encontrado vacuna. Lo primero que deseo ahora mismo es que todo esto toque a su fin, que el coronavirus deje de regir nuestras vidas. Ese día llegará y habrá que celebrarlo, revisando qué moraleja extraemos de todo esto, y, una vez más, no hablo solo desde el punto de vista colectivo. En lo que a mí se refiere, lo tengo claro: aunque mi sufrimiento no se mitigue, prefiero ser yo quién decida si me aíslo del resto de la sociedad para llorar en soledad a que lo haga un maldito microbio.

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